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La Vida es Sueño

Titulo:
La vida es sueño

Lugar:
Teatro Pavón

Autor:
Calderón de la Barca

Elenco:
Marta Poveda (Rosaura)
David Lorente (Clarín)
Blanca Portillo (Segismundo)
Fernando Sansegundo (Clotaldo)
Rafa Castejón (Astolfo)
Pepa Pedroche (Estrella)
Joaquín Notario (Basilio)
Pedro Almagro, Ángel Castilla, Óscar Zafra, 
Alberto Gómez, Anabel Maurin, Mónica Buiza, 
Damián Donado, Luis Romero
(Criados/Damas/Caballeros/Pueblo/Soldados)

Músicos:
Daniel Garay/Mauricio Loseto (Percusión)
Juan C. de Mulder/Manuel Minguillón (Guitarra Barroca)
Anna Margules/Daniel Bernaza (Flauta Pico)
Calia Álvarez/Ana Álvarez (Viola de gamba)

Coreografía:                             Iluminación:                          Vestuario:
Nuria Castejón                        Juan Gómez Cornejo          Alejandro Andújar/Carmen Mancebo

Escenografía:                                                                         Versión:
Alejandro Andújar/Esmeralda Díaz                                     Juan Mayorga

Dirección:
Helena Pimenta

Hoy vuelvo a escribiros con una de esas historias que me da por contaros de vez en cuando y que me dejan algo desnudo frente a los que paseáis por aquí. Y es que ir a ver «La Vida es Sueño» en el Teatro Pavón ata muchos hilos de mi pasado y quizá haga que finalice uno de esos ciclos vitales que todos tenemos perdidos por ahí…
Hace años, cuando aún era estudiante, me llevaron a ver a una sala de teatro que ya no se usa como tal, un montaje de «La Vida es Sueño» ¡Mi primer clásico! La verdad que no recuerdo si me enteré de todo o solo me quedé con la esencia de lo que me contaban (Supongo que esto segundo) El caso es que salí marcado. 
Tanto me gustó que aún hoy revivo en mi mente imágenes de ese montaje. Tanto me caló que pasados muchos años, cuando me dio por estudiar interpretación y me apunté a esa intentona de crear la Escuela de Teatro Clásico Ciudad de Getafe por parte de Zampanó Teatro, me pareció ver fantasmas… Las caras de aquel Segismundo y aquella Rosaura que flotaban en mi mente desde hacía años, ¡eran las caras de los que que iban a ser mis profesores! y es que, cosas del destino, Pepe Malla y Amaya Curieses fueron los actores que me abrieron aquellas puertas al mundo de los clásicos como espectador y los que me las iban a abrir como actor. 
Pasé tres maravillosos años de mi vida aprendiendo con ellos, alimentándome de sus enseñanzas, de su amor por los clásicos… y precisamente ese amor es el que hizo que se embarcaran en la loca aventura de comprar un teatro, restaurarlo y convertirlo en uno de los epicentros del teatro clásico en la capital. A estas alturas ya adivinaréis a qué teatro me estoy refiriendo… ¡El Teatro Pavón! A cuyas tablas me subí antes que cualquiera de las figuras que hoy lo pueblan, ya que en la fiesta de presentación; cuando aún no tenía butacas, ni estaba elegido el color de las paredes, y donde aún flotaba el polvo de los escombros y el abandono de años de olvido; mis compañeros y yo fuimos convocados para abrírselo de nuevo al mundo… ¡Qué nudo de emoción se me viene a la garganta de recordarlo!
Allí dejé a mis profesores, haciéndose una nueva vida mientras yo me fui a recorrer la mía. Aunque al poco tiempo, mi teléfono sonó, eran de nuevo ellos para ofrecerme entrar a formar parte de la primera plantilla de trabajadores cuando el Teatro Pavón abriera sus puertas para el gran público. ¡No pude resistirme! No tenía trabajo por aquel entonces y que me dejaran andorrear a mis anchas por las tripas del viejo-nuevo Pavón cobrando un sueldo, aunque fuera como acomodador, y pudiendo ver el teatro que me diera la gana, era lo mas maravilloso que me podía suceder en ese momento. Así que mi vida quedó cosida a los telones de este teatro y a las personas que lo poblaron durante todo aquella etapa… Gracias a vivir este momento, pude ver teatro desde todos los ángulos posibles, participando en el rito que significa trabajar y vivir la tensión de la representación diaria.
Pasado un tiempo la aventura se torció y la salida a un posible naufragio vino de la mano de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, aunque eso significó que yo fuera a la calle… y ahí terminó para mi esa etapa en la que viví el teatro entre cajas y que tantas experiencias me regaló (algún día las contaré con mas detalle, que dan para mucho). 
Sinceramente, mi sueño siempre fue llegar a trabajar en el Pavón, pero encima del escenario, iluminado por aquellos focos, pero no pudo ser y la ilusión se rompió un poquito dentro de mi, así que puse el tiempo por medio y nunca mas volví a pisar ni a pasar frente al Pavón. Estar cerca me hacía doler el alma…
Hasta ahora. El momento en el que vi una especie de señal para reconciliarme con todo aquello y poder recordar con el cariño que se merece esas etapas mágicas que uno se encuentra a lo largo y ancho de su existencia. Era este, el ver «La Vida es Sueño» en el Pavón y cerrar ese círculo que estaba incompleto y poder sacar de dentro toda esta historia para contárosla con el mayor de los cariños y los ojos húmedos. Y es que me gusta pensar que nada ocurre porque sí…
Perdonad si no estáis encontrando la crónica que esperabais, pero tenía que hacerlo así para que percibierais la magia que viví la noche del Jueves pasado al encontrarme a las puertas del Pavón y enfrentarme a «La Vida es Sueño».
Iba sabiendo que todo en esta noche iba a ser pura magia y emoción. Ver una función que (casi) todo el mundo ha aplaudido, que ha vendido todas las localidades hasta el punto de encontrarte con gente a las puertas del teatro con carteles de «Busco entrada», con una Blanca Portillo consolidándose, no ya como actriz consumada, si no como leyenda y con esa historia personal que acarreaba yo a mis espaldas… era seguro que no me iba a ir indiferente a casa.
Estoy acostumbrado a ver montajes de teatro clásico hechos desde el minimalismo que conlleva no ser un teatro para «el gran público», pero ayer me encontré con un montaje descomunal. Sin un solo cambio de escenografía aparente, visitamos todos los escenarios que Calderón de la Barca nos dibuja en su historia. Qué gusto ver como con una iluminación tan exquisita y cuidada y esa escenografía de la que hablo, uno puede ser guiado con tanto gusto y sutileza allá donde el autor y la directora (Helena Pimenta) nos quieran transportar. Como muy bien dijo mi amigo Alfonso, era como ver pinturas en movimiento, y es el que el escenario se convierte en un lienzo donde nos van dibujando cuadro tras cuadro una historia que, aunque de todos es conocida, nos sorprende y nos sobrecoge.
Algo que me gustó, y que se que a otras personas no les convence, es que un clásico es una obra de teatro libre de ser montada como el director crea conveniente… Vamos, como cualquier otra obra que se precie, sea en verso o en prosa. 
Las cosas no tienen que hacerse siempre de la misma manera, tienen que evolucionar, crecer, retorcerse y estirarse para descubrir matices nuevos dentro de lo representado una y mil veces. El texto hay que experimentarlo, desgarrarlo y jugarlo como si fuera nuevo, para encontrar algo escondido que el espectador no haya visto antes y vuelva a deslumbrar como la primera vez. Y yo creo que la versión de Juan Mayorga y la visión aportada por Helena Pimenta hacen honor a esto. No vi ningún tipo de miedo ni de pudor y eso creo que es lo que ha hecho de este montaje todo un acontecimiento.
Sin dejar de lado el hecho de ver de nuevo a una Blanca Portillo inmensa. Juro que en ningún momento me planteé que a quien estaba viendo era a una mujer «haciendo de» hombre; yo lo que vi fue a una actriz interpretando magistralmente un personaje universal; sí, un hombre, pero es que lo que yo veía en escena era un hombre. Creo que consigue desprenderse de toda su femineidad para abrirse al espíritu de un sobrecogedor Segismundo que la posee casi de una manera que da miedo.
Por supuesto no es la única que me hizo gozar de esta función. Ahí está Marta Poveda con una Rosaura llena de valentía y de rabia, que es el contrapunto perfecto para dar la réplica a la Portillo, y para brillar por si misma en escena, creo que fue el descubrimiento de la noche. Una actriz que dibuja tanto matiz en escena. desde las tripas, que es difícil dejar de (ad)mirarla.

David Lorente hace un precioso Clarín, con un mutis enternecedor, aunque quizá la apuesta de la directora hace que pierda algo de la ternura y la tristeza del momento… pero bueno, es una propuesta estética que funciona.

Un auténtico lujo escuchar y ver a Joaquín Notario y su Basilio, una lección de lo que es saber moverse en escena y decir un texto con tanto gusto y tanto cuidado, y además que suene como un trueno por el Pavón.
Cosa que a alguno  de sus compañeros se le hacía difícil, y es que está bien chillar en el momento apropiado, pero cuidando de que los versos no se pierdan ahogados dentro de ese grito. Quizá algunos personajes están, en momentos, excesivamente desquiciados.
Otros aspectos que aplaudo de este montaje son su música y las canciones en directo. Parece que Pimenta en sus últimos montajes está intentando introducir este detalle y que yo agradezco enormemente.
También las coreografías, tanto los movimientos en escena, que están cuidados al máximo, como las luchas. Todo funciona con una sincronía perfecta y escrupulósamente limpia. Es un auténtico placer ver algo tan cuidado y detallado, tan fácil de ver para los ojos del espectador y tan valorable en su complejidad.
Es un montaje tan bello, que recomiendo veáis sin dudarlo ni un momento.
Creo que este era ese momento propiciamente mágico que necesitaba para cerrar un círculo tan especial. Aunque ellos no lo supieran y, quizá nunca lleguen a saberlo, doy las gracias a esta compañía por hacer esta versión de «La Vida es Sueño» tan bonita y que pueda guardar con mucho gusto dentro de mi imaginario como el punto y seguido de mi amor por los clásicos y todos sus habitantes. Gracias.